jueves, 16 de enero de 2014

Memorias de una espalda...

No olvido aquel sonido que proferiste cuando lamí tu espalda por primera vez. Tu color, contrastante con el níveo de la ropa de cama enredada y tibia, se estremeció dejando ver miles de poros erigiendo tu delgado vello corporal.

Eras un niño, te recuerdo bien. Con la mirada de aquel que se ha desecho de su virginidad física, pero no de la mental. Eras alguien que necesitaba del calor de un amante. De alguien que te hiciera sentir, no que te utilizara para el placer propio.

Aquel día te habías puesto la loción que sabías me gustaba. No sé si estratégicamente o no te ataviaste con una camisa de botones de presión, no de ojal. Anticipabas, creo, la salvajada que iba a cometer contigo, en complicidad con ese animal que sé que llevas dentro.

Tu nuca –¿cómo olvidarla?–, raíz de aquel cabello negro cual mi conciencia, cual aquella noche en que nos entregamos el uno al otro, no exentos de dolor, no faltos de placer. No dudosos del amor del otro ni del pasado o porvenir. Tus orejas pequeñas, perfectas. Aquellos ojos cerrados, fuertemente ocluídos en un rictus de pasión absoluta.

El sabor de tu espalda, salado, pecaminoso. Socialmente incorrecto. Secretamente mío, nuestro, con aromas mezclados de mi pecho con tu dorso. Aquel dorso que adoré, que idolatré. Que arañé y besé hasta cansarme, hasta cansarte. Hasta hacerte dar esa instrucción.

Pediste únicamente que fuera con amor, despacio, suave. Recuerdo bien que te dolió al primer momento, a lo mejor fue sólo la sorpresa. El miedo, quizá, a sentir algo nuevo. Recuerdo bien que, nunca dejando de acariciar tus costados, fusionando la piel con la piel y las caderas en una sola, el universo se paró un instante en un grito de amor, gusto, dolor y placer. En una indescriptible sensación para los dos.

Sentí tu calor, y poco a poco nos acostumbramos. Revolcados, volteados, agresivos, tiernos, el tiempo no fue importante. Importaba poco en ese momento si el reloj se adelantaba o se detenía para observar. Para ser testigo de aquella entrega entre dos almas, donde los cuerpos estorbaban.

Y las respiraciónes subieron. Los corazones, intensos, latiendo a un solo paso, impetuoso y vivo como nunca, nos llevaron por aquella colina que conduce a la locura, al éxtasis, a los ojos en blanco y el pensamiento detenido. A la demencia, a la euforia total. A ese lugar que se pisa pocas veces en la vida, solamente estando con la persona y en el momento precisos.

Al final, los cuerpos decaídos, exhaustos, sin gana. Los brazos sin fuerza, las piernas agotadas. Tu pecho contra el mío y un beso, un largo beso en el que me dijiste todo y nada, en el que nos advertimos que guardáramos el momento. Que congeláramos la realidad y deseáramos con fuerza que el momento nunca terminara.